Dice Jesús Eguiguren en su libro “Los últimos españoles sin patria (y sin libertad)” que el conflicto vasco es un conflicto sin solución pero sí con arreglo. Sin solución porque soñar con un escenario en donde unos y otros se estrechen la mano con sincera alegría es simplemente una utopía (al menos en el corto y medio plazo). Pero con arreglo, ya que en base a acuerdos programáticos y compromisos realistas es posible ir acercando las posiciones que separan las dos realidades de Euskadi, e ir preparando el terreno para el aterrizaje de una paz verdadera, irreversible.
Hemos asistido estos días a un vaivén de noticias que han tenido el espectro abertzale como telón de fondo. Primero fue la aparición de Sortu en el escenario político nacional, tras la gran expectativa que el propio mundo nacionalista se había ufanado en crear; seguida de la decisión del TS de impedir participar a estos en las elecciones municipales. Posteriormente fue la aparición de Bildu suplantando a Sortu en la vacante que éste había dejado en el panorama institucional abertzale; una Bildu que degustó, en ‘primera instancia’, las mismas mieles del ‘no’ que previamente había probado Sortu. Un sabor que era agridulce incluso para quienes nos encontramos en las antípodas de tales posiciones ideológicas.
Antes de entrar en términos jurídicos, morales o políticos, una breve reflexión personal. La de un euskaldun en Madrid, que comprueba el hastío que produce en la ciudadanía madrileña el conflicto vasco (y, por extensión, me atrevería a decir que en cualquier ciudadano que no sea de Euskadi). Hastío porque ya son muchos años escuchando una constante petición de demandas provenientes del sector nacionalista vasco, muchos años tensando un hilo (tan ficticio como débil) que parece unir Euskadi con España. Pero sobre todo, muchos años aplicando una quimioterapia que no termina de extirpar el tumor etarra.
Uno discutía (o escuchaba conversaciones ajenas), y no podía dejar de comprobar un patrón común: el de una actitud tendente a inclinar la cabeza y hacer oídos sordos ante cualquier argumentación que intentase poner de manifiesto la sistemática violación del sentido común jurídico que parecía estar llevando a cabo el Tribunal Supremo. Una inclinación que tenía un indudable cómplice en el hastío antes señalado. Hasta el punto de que uno se quedaba con la sensación de que tanto aquéllos con quienes se discutía, así como periodistas o políticos de uno y otro bando, parecían ser conscientes de que la razón material no estaba de su lado, pero la alianza con ese hartazgo (potenciado por el contexto socio-económico del momento) les confería de cierta legitimidad para hacer precisamente ese gesto, el de inclinar la cabeza y vomitar odio.
La clave, a mi modo de ver, estaba (y está) en la debida separación entre los planos antes mencionados: el jurídico, el político y el moral. Este último, el moral, es el que saltaba a la mesa de debate con mayor odio y rapidez, precisamente porque se escupe desde las entrañas:
Cómo voy a permitir que unos sujetos que llevan años sin condenar a unos asesinos, y que durante tanto tiempo han venido sacando rédito económico y mediático del propio sistema político-institucional que afirman odiar y repudiar, participen, una vez más, en el juego democrático. Que condenen, que se limpien las manos de sangre, y que posteriormente llamen a la puerta.
De la mano del plano político. Un plano que subrayaba un matiz real y perverso al mismo tiempo: el del frío oportunismo.
Ahora que estamos en un momento en el que la banda terrorista se encuentra en fase terminal (por los éxitos judiciales y policiales) cómo voy a ser tan ingenuo de creer que apuestan por la paz si no es por el interés propio. Para salvar los muebles (de aquella manera) ante la comunidad que constituye su base social. Un chantaje para no perder definitivamente el calor de los micrófonos y titulares de periódico.
Ante tales argumentaciones que inundaban lo político y lo ético de todo el embrollo, parecía casi una tarea cómica sacar a relucir la necesidad de que el plano jurídico actuara de manera independiente e impoluta.
Y, al respecto, debo decir que me sorprendía ver al Estado de Derecho actuando con la bajeza moral que identifica a los dirigentes políticos del mundo abertzale. Sucumbiendo a la presión mediática de la derecha; siendo incapaces de enarbolar el raciocinio y la pedagogía institucional ante los mensajes de tintes nauseabundos que nos regalaban a diario la bancada popular. Y, por supuesto, con un gran temor instalado en el horizonte, puesto que presos de las prisas y del nerviosismo, alejados del debido deber de actuación ejemplar que siempre debe representar el Estado, temía que nos llevásemos una lección de democracia por parte de las instancias jurídicas europeas que les permitiera a ellos, en el futuro, dirigirse a nosotros con la convicción de saberse moralmente legitimados para llamarnos terroristas de Estado.
No merece la pena aquí recordar a golpe de cita las argumentaciones que se defendieron en los votos particulares de las tres sentencias (Sortu, Bildu y agrupaciones locales), y que, supongo, acabarán constituyendo el groso del argumento que ha llevado al TC a levantar el veto. Ni hay espacio para ello ni intención de dotar al artículo del clásico espesor de la retórica jurídica. Pero basta un vistazo a las mismas para darse cuenta de que las convicciones y razones que venía esgrimiendo el TS como mayoritarias parecían violar la lógica más elemental que debe imperar en un proceso jurídico: señores, para prohibir se necesitan pruebas, que no existen. Lo contrario es jugar a futurología y elucubración variada, que no tiene cabida en derecho. No se trataba pues de dar la razón a Sortu o Bildu. Se trataba de actuar con dignidad y con la mente fría, con la altura y razón moral que ellos no tienen. Una dignidad que ha salvado, en el tiempo de descuento, el Tribunal Constitucional.
Decía Carlos Garaikotxea en una entrevista concedida a Hora 25 antes de conocerse la sentencia del órgano constitucional, que los derroteros por los que parecían fluir los engranajes de la democracia española le recordaban al Macarthismo más arrogante y burdo. Unas declaraciones que, en esencia, apuntaban al propio discurso de socialistas vascos como Madina (“esperamos una noticia agradable del TC”) o el propio Patxi López (“esperemos al menos que el TC salve las listas de EA y Alternatiba”). Se le ponía voz así a la tremenda irritación que sentía la mayoría de la población euskalduna. Una triste realidad que el TC ha refutado, antes de quedar ante ojos europeos como un país tendente a practicar una cínica caza de brujas.
Costará olvidar los tintes cuasi-circenses con los que el conservadurismo más rancio de este país ha decorado todo el proceso (declaraciones post-sentencia inclusive). Pero, más allá de salvar los muebles, lo que el TC ha conseguido, en mi opinión, es permitir que Euskadi siga soñando con un horizonte en el cual pueda, por fin, dormir tranquila; en busca de esos acuerdos a los que hacía alusión Eguiguren, aquéllos que por momentos han vuelto a parecer materia de ciencia-ficción.