Proclamaba recientemente José Bono, a modo de prólogo del 38 Congreso Federal del PSOE, que el futuro secretario general del partido debiera ser un “español sin complejos, que no le dé vergüenza decir ‘¡viva España!”. Sin alcanzar tales niveles de visceralidad castellana, y minutos antes de ser proclamado como nuevo secretario general del PSOE en dicha cita congresual, afirmaba Alfredo Pérez Rubalcaba que el partido necesitaba tanto una voz única como una posición unitaria. Es decir, una manera educada de sintonizar con las connotaciones de identidad nacional que traslucían las palabras de Bono. O, dicho de otro modo, una enmienda a la totalidad de la política territorial desarrollada por J. L. Rodríguez Zapatero en sus 8 años de gobierno.
Este discurso de retorno a las esencias nacionales contrasta con dos elementos indiscutibles. El primero de ellos es la tibieza en la construcción de la identidad nacional que ha caracterizado al PSOE desde la transición democrática; quizá por el temor a ser identificado con el sonido caduco del discurso nacionalista alentado durante la dictadura franquista (que retumbaba, reciente, en los oídos de la ciudadanía), o quizá por el interés pragmático que suponía la necesidad de tratar con deferencia la indiscutible plurinacionalidad que convivía (y sigue conviviendo) bajo techo estatal. El otro elemento que contrasta con esta teatralizada recuperación discursiva es la constante referencia a la socialdemocracia europea en el contexto de la actual crisis, como necesaria connivencia transnacional que permita canalizar un discurso alternativo y plausible al rodillo de ortodoxia monetarista que impera en la vieja Europa. Este último contraste, precisamente porque subraya que los tramos iniciales de la era posnacional han cristalizado en inexorable realidad, es el que realmente merece la pena analizar.
La integración política europea pide prestado de las naciones buena parte de los elementos culturales que han definido a las mismas a lo largo de la historia. Así, la cultura de los derechos humanos, el crisol de lenguas o las artes de inspiración ilustrada (tanto en su vertiente de alta cultura como en la de socialización de las conductas individuales), pueden ser esgrimidos como elementos vertebradores de la construcción europea. Por otra parte, el esfuerzo por fortalecer un todavía endeble sentimiento de deseada pertenencia a la UE está por construir; y a ello se encomienda, por ejemplo, el proyecto universitario Erasmus. No se puede olvidar, además, que el pistoletazo de salida de la integración europea deriva del intento de superar las guerras entre naciones y las riadas de cadáveres que las mismas dejaron tras de sí. Es decir, el proyecto europeo pretende superar las peores consecuencias de los nacionalismos, absolutos protagonistas del mapa político del Siglo pasado. Y, planeando por encima de toda esta disquisición teórica, una circunstancia práctica innegable: la única manera de poder asegurar protección social en el seno de un mundo globalizado, pasa por un proceso de regionalización basado en la economía social de mercado.
De ahí que uno de los retos a los que se enfrenta la socialdemocracia europea es saber tender un puente entre esta última necesidad práctica y el sentimiento identitario posnacional, pues sólo así se podrá avanzar en el imprescindible proyecto europeo.
Dicho lo cual, ¿cuál es el sentido de plantear el debate sobre la identidad nacional en los términos esgrimidos por Bono? ¿Por qué esa necesidad de incidir, en la recién estrenada era posnacional, en visiones que de tan añejas son un obstáculo para la necesaria construcción europea y la genética globalista de la izquierda? La única lección que el partido debiera sacar de tales manifestaciones, a la vista de la realidad a la que se enfrenta la socialdemocracia europea, es simplemente la necesidad de un discurso coherente en su continuidad. Reconozcámoslo de una vez: así como en la actualidad parecería un desvarío mental sostener la identidad religiosa o nobiliaria como identidad colectiva principal, todo apunta a que lo mismo pensarán las generaciones futuras sobre la identidad colectiva nacional.
En definitiva, es deber de la socialdemocracia dejar de enfatizar un ajado nacionalismo al que se le debe empezar a preparar la ornamentación funeraria; y centrarse en materias que, como la labor redistributiva, sean verdaderamente importantes para el bienestar de la sociedad civil.