Cuando se escucha hablar de la globalización en los medios de comunicación, la primera conclusión que uno puede sacar es que este fenómeno responde fundamentalmente a razones económicas, logrando con esto que parezca que la economía es la artífice de todos los cambios políticos y sociales que se están produciendo en el mundo en los últimos 30 años, ¿pero esto realmente es así?
Frente a la creencia general de que todas las decisiones económicas responden a cuidadosas medidas diseñadas desde el sacrosanto y neutral ámbito académico, nos encontramos con una realidad tozuda que nos demuestra que esta creencia popular no es correcta. Así, mientras que la correlación estadística confirmaría que aquellos países donde existe una mayor carga fiscal progresiva, son a su vez los países con mejor distribución de la riqueza, y que está última a su vez está directamente relacionada con el desarrollo económico (sirva de muestra los países escandinavos); la mayoría de las “instituciones académicas” llevan años postulando justamente lo contrario, que la mejor política económica que puede llevar un gobierno es la de bajar los impuestos. Lo que a su vez no deja de ser una falsedad, ya que en la realidad lo que se reducen son sólo los impuestos directos, que son aquellos que penalizan a las rentas más altas y que por tanto ayudan a amortiguar las desigualdad económica.
Es a partir de este punto cuando podemos empezar a pensar que si en realidad la teoría económica evidencia que las medidas que se promueven por las “instituciones académicas” no son las más acertadas para impulsar el desarrollo económico, quizás se deba no a la falta de visión de los economistas, si no a que existen otras disciplinas científicas que explican mejor los cambios de política económica que se están llevando a cabo. Tomemos otro ejemplo, en la década de los años sesenta, la mayoría de los estados obtenían los ingresos necesarios para pagar sus gastos fundamentalmente por tres vías: los impuestos, los ingresos de las empresas públicas, y cuando estos dos no eran suficientes mediante las emisiones de deuda pública. Después de las políticas neoliberales de los ochenta, la situación varió enormemente y por lo general se produjo un descenso en los ingresos fiscales directos, las empresas públicas fueron privatizadas y la mayoría de los estados tuvieron que recurrir al endeudamiento masivo como vía de financiación de sus gastos. Esto que puede parecer a simple vista un mero suceso económico, tiene en realidad una gran trascendencia política, ya que no debemos olvidar que “quien paga manda” y si los estados europeos se ven en la necesidad de acudir a los mercados internacionales para financiar su actividad ordinaria, resulta evidente que estos mercados deben tener en la práctica una gran influencia política sobre los gobiernos.
La conclusión que podemos sacar de todo este planteamiento es, que frente a la opinión comúnmente aceptada que entiende la realidad política en términos económicos, es en realidad la economía la que se mueve en términos políticos. Debemos darnos cuenta de que cuando una empresa transnacional deslocaliza su producción a un país que carece de regulación laboral, no sólo se está aprovechando de las ventajas comparativas en términos económicos del país de destino, sino que además está a su vez oponiendo resistencia al poder político de los trabajadores del país de origen. En un mundo de fronteras difusas, los estados, que son hasta la fecha la única representación legítima del poder político de los ciudadan@s también quedan difuminados, existiendo así un vacío político que es rápidamente copado por aquellos agentes con capacidad para moverse globalmente, como es el caso de los capitales financieros. Es por tanto más necesario que nunca, que la Socialdemocracia retome sus postulados más genuinos, que nunca han sido otros que los de lograr que cada ciudadan@ tenga la misma cuota de poder político.